lunes, 12 de enero de 2009

Silencio - Javier Ortiz


En esta casa siempre reinaba el silencio. Sus moradores: una madre con su hijo. Aúnque parecía que sólo vivía la madre. Ella, deambulando de aquí para allá, siempre con un cigarro en la boca y un vaso de ginebra en la mano solía discurrir su tiempo hablando sola (a pesar de esto, su rostro agraciado no se desdibujaba). El, inmerso siempre dentro de sí, sentado al borde de la cama casi sin moverse, con la mirada clavada en algún objeto; o en algún lugar lejano dentro de su mente… ningún dialogo, ninguna palabra se había podido establecer jamás entre ellos. Así sus vidas eran, y así sus vidas continuaban.
Pero esta mañana la monotonía se ha roto. Olegario despierta con una sorpresa: había tenido un sueño. Seres alados, gomosos, bajaron del cielo. Cual fantasmas traspasaron el techo, rodearon la cama, lo acariciaron. El, sin poder abrir los ojos, comenzó a reír. Su cuerpo convulsionó. Quería decirles que pararan, pero la risa se lo impedía… “Toc, toc”, mientras tanto, su madre golpeaba la puerta. Olegario, demasiado celoso a su privacidad, puso llave, como todas las noches, pese a las advertencias inútiles de la progenitora (sabía que no la escuchaba). Finalmente, calló en el desmayo, invadido por primera vez en el éxtasis, la catarsis; que después de todo habían dejado esos entes resbaladizos. El ajetreo dentro del cuarto cesó. La señora, con lágrimas en los ojos, permaneció en vigilia el resto de la noche.
Así, muy temprano se escucha el “clic” de la cerradura. Ella, tendida sobre la puerta de súbito despierta y, mareada aún por el sueño truncado se pone en pie. Con ojos desorbitados ve a su primogénito salir; le sonríe:
—Hola, madre ¿qué haces aquí tan temprano? —dice, y atraviesa la sala. Va hasta la cocina y vuelve con un vaso de leche.
La señora Morley, mientras tanto, corre a la recamara, toma el teléfono. Con manos temblorosas marca un número. Mientras habla, Olegario aparece en el umbral de la puerta; la luz de la mañana que entra por los amplios ventanales le da un aura fantasmal.
—Madre, estaré en mi habitación, escribiré durante un rato —le dice, y desaparece.

Hacia el medio día, alguien llama a la puerta. Una figura desaliñada, de rostro pálido, le da la bienvenida al doctor. Este se sorprende, pues es costumbre encontrar a la señora Morley impecable: alta, delgada, rostro afable, mirada cristalina, elegante en su vestimenta.
Sin el preámbulo habitual, una mano fría, temblorosa, lo conduce hasta la puerta del cuarto de su hijo.
—Doctor, lo que verá es algo inusual. Olegario por primera vez se comporta como gente normal. —Y acto seguido, narra lo ocurrido durante la noche y la mañana.
Después de esto, el doctor y la madre entran, y se quedan petrificados: en el centro de la cama, Olegario está recostado boca arriba, los ojos fijos sobre el cielo raso con una hoja de papel sobre la panza. Ella se desvanece; mientras, él se acerca, toma la hoja, y lee:
“Madre, perdóname por todos estos años de silencio. Pero es que ellos me impedían hablar. No me dejaban. Pero ahora lo puedo hacer, aunque sea atreves de estas líneas. No estés triste por mi muerte, yo estaré bien. Ellos me lo han pedido. Dijeron que abandonara el cuerpo para que mi espíritu pudiera viajar a otro planeta, el planeta de ellos, del que tanto me han hablado”.

Mañana entierran a Olegario, el autista que tras quince años de silencio por primera vez habló.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

QUE TAL JAVIER. FELICIDADES POR TU RELATO. QUE BUENO QUE HAY TALENTO. SIGUE ASI Y PRONTO LLEGARAS A SER UN SUPER ESCRITOR.


ATENTAMENTE.
" ladron de buena suerte"

Anónimo dijo...

MUCHAS FELICIDADES, ME GUSTO MUCHO TU CUENTO A UNQUE OLEGARIO HAYA MUERTO.

Javier Ortiz dijo...

Ladrón de Buena Suerte, Anónimo: muchas gracias por su comentario. ¡Muy chidos!