El niño siempre jugaba. Cada noche era lo mismo: una caja de cerillos y sus muñequitos de plástico. Prendía fuego, se regocijaba mientras iban derritiéndose. Noche a noche el mismo juego, el mismo ritual… Pero el niño creció; ahora no permitía los juegos de niñez. Sin embargo, en los sueños veía montañas de plástico encendidas. Despertaba a mitad de la noche gritando, el sudor corría por su cuerpo.
Pero un buen día, tras largas noches en vela, luego de cavilaciones intensas, quiso volver a los juegos. Esta vez decidió ser él mismo: envolviéndose en plástico, prendiéndose fuego; hule y piel se fusionaron: rictus sexual fetichista. Mientras, en el cuarto contiguo se escuchaban gemidos: padre y madre y un grupo de diez o más personas, envueltos en látex derrochaban placer mientras veían a través del espejo un cuerpo encendido.
2 comentarios:
excelente
Gracias, Eu.
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